domingo, 5 de febrero de 2017

MYRIAM COVIÁN

TRIFULCA ENTRE ZAPATOS / MYRIAM COVIÁN







Dentro de un armario, varios zapatos discutían acerca de su valía y hermosura.
Los carísimos botines de piel de cocodrilo mostraban su altanería sin tapujos e insultaban a las pobres katiuskas quejándose de su olor a plástico barato y de venir siempre chorreando y augurando mal tiempo. Las katiuskas por su parte, encogían sus grotescos cordones y hacían de su utilidad ante la lluvia la mejor de las virtudes.
Las botas de montar a caballo eran viejísimas y a veces servían de moderadoras en estas disputas rutinarias, pero cada par de zapatos luchaba por un puesto elevado en el ranking de preferencia de su dueña.
Nosotras no hacemos caso de unas botas que tienen grasa del animal montado, replicaron los zapatos rojos de puntera alargada.
Sí, pero vosotros ocupáis un pequeño lugar en la memoria de nuestra dueña pues apenas pone faldas y por tanto vuestras salidas son casi inexistentes, contestaron con ojeriza unos mocasines de piel vuelta y color marrón oscuro nada atractivos pero sí muy cómodos.
Las francesitas plateadas, siempre tan chovinistas y arrogantes ni se molestaban en mencionar palabra pues se consideraban muy por encima del resto de zapatos de aquellas nacionalidades “inferiores”.
Unas chanclas verdes situadas al fondo, suspiraban aburridas sabiendo de antemano que cualquier comentario suyo sería inmediatamente ahogado por el hecho de que no era Verano y por tanto su protagonismo era nulo.
Las hermosas zapatillas grises tirolesas no daban crédito de su mala suerte, ¡en menudo lugar habían caído! Llevaban tres días en la casa y ya estaban hartas de tanto cotilleo.
Por fin llegaron unos zuecos horrorosos de color blanco que antes de situarse ya refunfuñaban por lo bajo quejándose de todo pues ellos no tenían tiempo de discusiones estúpidas, se pasaban el día trabajando de una planta a otra del Hospital, no descansaban ni en la cafetería ya que su dueña tenía un estrés crónico que le hacía mover sus piernas inconscientemente cuando estaba sentada, primero la derecha arriba como un balancín, luego la izquierda, cambio de pierna y así hasta otra nueva carrerita por pasillos interminables.
Si alguien conocía los pies de su dueña esos eran los zuecos de múltiples agujeritos...¡si al menos fuesen lacrimales...!
Después de esta furia de cada día, todos callaron repentinamente. El armario se abrió y su dueña tuvo el poco gusto y la gran osadía de introducir las sandalias más caras del mundo, con unos adornos en pedrería que ni la Reina de Inglaterra en su Corona y unas tiras de raso de mírame y no me toques que daban pavor.
La dueña apartó con desdén todos los demás zapatos aplastándolos unos contra otros sin ninguna consideración y con la sonrisa más enorme introdujo suave y delicadamente aquellas joyas cuyo precio sólo ella sabía pero todos intuían.
A partir de ese momento...el armario quedó mudo.






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