lunes, 6 de noviembre de 2017

Elisa Díaz Castelo









Fotografía de Brooke Shaden



TEORÍA DEL GRAN IMPACTO

Mi cuerpo es un extremo del tuyo.
El instante rojo de mi nacimiento, el puñal

de la sangre, el gozo o el grito, el cuerpo
que se vacía, la placenta que conjuga

el rojo con la sombra. Es preciso reconocerlo:
dos cuerpos que fueron uno solo

no pueden tener un origen pacífico.
No pueden permanecer intactos.

Por ejemplo, la luna, que miramos
sin miramientos, desvestida:

te pregunté hace años cómo se había formado
y me dijiste que la Tierra atrapó en su gravedad

a ese cuerpo blanco y le dio un trayecto
y un destino. No es cierto. Mírala,

anónima y endeble, dada a romperse,
empotrada en la noche, vela

desde tu casa de ladrillos y yo
desde mi azotea, más lejana que nunca.

Somos demasiado parecidas.
Lo cual se explica a partir de un tercero

en discordia: un planeta errante, desvirtuado
de órbitas, chocó con el nuestro y se hizo añicos

en una colisión brutal que ya había olvidado
en el universo. De lo que perdió la Tierra

despedazada, carente de redondez,
se formó la luna, hecha de pedacería,

desbastada por giros y acrobacias.
Y las dos se sostienen, sin coincidir nunca,

apenas consonantes, apresadas
a una distancia por el abrazo

ambiguo de las órbitas, por una gravedad
mediana, diametral. Así nosotras

en las noches, nos hablamos
nuestras voces se tocan y se envuelven

en el cobre. Una será siempre
el centro de la otra, las dos

perfectas en su circunferencia
pero ausentes de sí mismas.

En nuestra piel se reparten tus células
y lo que me has heredado

aunque sea luminoso, me consume.



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