confundir muchas cosas:
unas de niños y otras no.
Creía, por ejemplo, ser siempre mayor
a la edad con que me trataban y mientras tanto
ellos envejecían y envilecían ante mis ojos como el caracol
de un cuento infinito.
Arreció pronto la barba para mis adentros,
siglos antes que en mis mejillas de ángel y no apreciaban
la solidez del hombre que era. Puede
que ellos y yo
hablásemos lenguajes diferentes o mirásemos
hacia otro lado, cada cual
a su ventura.
Conocí el arte antes que el sexo
y hube de callarlo por años y años. Los demás
acariciaron el pubis de las rosas antes de la primavera,
yo hube de esperar al verano de los primeros verbos. Pero fui feliz
porque conocí a un poeta ebrio
que versificaba con sus manos la divinidad de la tierra
y glorificaba con sus pupilas y su lengua
la rotundidad de la carne y sus contornos.
Quise desde entonces crecer conspirando versos
mientras los otros decapitaban pájaros o mariposas,
y reconocí por primera vez la distancia
entre la vida y la muerte
o el designio de los dedos.
Pero fue suficiente para amar por amar
y sentir por sentir
en las mañanas hirientes de sol y anhelos
y temer por temer
y llorar por llorar
en los días grises de soledad y hastío.
Luego, alguien añadió que era pronto
para desconsiderar lo cierto y abrazar los sueños,
que llegaría el tiempo de las luces con el ocaso
y me negué y renegué de su agorero encargo.
Jamás falté desde ese instante
a la libertad como dogma, como un dios apacible
contiguo y certero
que nunca falta de mi bolsillo.