Teníais para uniros
únicamente kilómetros
de tierras rojas y un río
que desciende cada vez más despacio.
Pasaron treinta días.
Cambió el color de la tierra.
También creció la lentitud del río.
Ahora estás esperando
en medio del campo y sientes
la serenidad de los árboles
y la vibración de los pájaros.
Miras los montes, miras el aire
y se te representa la justicia de las cosas,
es decir,
la poesía de las cosas.
Y tú bien sabes por dónde
tu compañera va a llegar,
por dónde anda hacia ti,
de qué pueblo desciende.
Y, de pronto, la ves
sobre el camino: tiene
forma de juventud, parece
un chiquillo que, de pronto, ha adquirido
serenidad de madre.
Andas cien pasos.
Ya ves
cómo le tiemblan los extremos de la boca
porque te ama y porque tiene miedo.
Y ahora ya la has rodeado con tus brazos
y tocas la dura suavidad de los hombros
y trozos, frescos unos y abrasadores otros, de su cuerpo.
Y de pronto te das cuenta de que huele mucho
a ella misma y a mujer y a algo
desconocido aún, y lo respiras.
Entonces los dos os sentáis en la tierra
y pones la cabeza sobre su pecho
y la oyes vivir.
Te sentirás seguro en el mundo.
Habrás sabido que no hay soledad pero que hay
algo más fuerte y más útil y hermoso.
Conocerás el destino
y crecerá tu paz al acercarse la noche
y al ir sabiendo que la vida es
una inmensa, profunda compañía.
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