Sabe el mar
Sabe el mar golpear el horizonte
sin aguardar a que caiga la noche
de espaldas y cierre las puertas. Tal
vez por ello me olvidaste.
Era invierno y nunca aprendí a nadar
en aquellas corrientes de agua helada
que tus piernas sabían provocar
agitando las olas;
como tampoco supe
guardar la ropa cuando un mero sorbo
de amanecer helado
se dio de bruces contra mi aterida
piel de escarcha, desnuda
en medio de las aguas.
Pero no, no hay reproches.
Tal vez entre tus labios y los míos
nunca nos fue posible humedecer
las gotas del crepúsculo estrelladas
en el vidrio. Como ni fui capaz
de sembrar jazmines en el nocturno
abanico de tantas vanidades
como, a coro, tarareaban nuestras
canciones; ni supe entonces talar
de raíz
el tronco del aroma del jazmín
en aquella calle de recovecos
raros donde solíamos pasear.
Es igual. Al menos queda este trozo
de corazón de encina
inquebrantable sembrando el erial
de tu perfume, a pesar de tu ausencia
desde donde escribo estos pocos versos
que apenas soy capaz de arrancar
a orillas de una lágrima.
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