Los dientes de una ballesta
me tienen clavado el vuelo.
Tengo el alma desgarradade tirar, pero no puedo
arrancarme estos cerrojos
que me atraviesan el pecho.
Ocho mil doscientas veces
la luna cruzó mi cielo;
otras tantas, la dorada
libertad cruzó mi sueño.
El sol me hace crecer flores,
para qué,
si estéril veo
que entre los muros mi sangre
se me deshoja en silencio.
No sabéis lo que es un hombre
sangrando y roto en un cepo.
Si lo supieseis vendríais
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños,
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo,
de nieve a mis camaradas
entre sus cadenas muertos…
recoged nuestras banderas,
nuestro dolor, nuestro sueño,
los nombres que en las paredes
con dulce amor grabaremos.
Y si nos cerráis los ojos,
dejadnos los muros dentro,
que se pudran con el polvo
de nuestra carne y no puedan
ser nuevas tumbas de presos.
No sabéis lo que es un hombre
sangrando y roto en un cepo.
Si lo supieseis vendríais
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo,
buscad en las soledades
del muro mi testamento:
al mundo le dejo todo
lo que tengo y lo que siento,
lo que he sido entre los míos,
lo que soy, lo que sostengo;
una bandera sin llanto,
un amor, algunos versos…
y en las piedras lacerantes
de este patio gris, desierto,
mi grito, como una estatua
terrible y roja en el centro.
Foto de Michael Zwicly
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