Me dijiste que cerrara los ojos,
y tú, brújula en mano
que te llevaba directo a mi boca,
depositaste en ella el más dulce de los versos
escritos jamás en tu lengua.
Saboreé cada uno de ellos,
superponiendo mi lengua en la tuya,
dando vida perpetua a cada consonante,
a cada vocal inflada de tímida saliva,
provocando un cocktail perfecto,
un circuito cerrado, una premonición,
una explosión de sabor a licor de cerezas maceradas
que tuve que degustar lentamente,
con la importancia y la obviedad que merecía
tan íntimo y dulce destrozo en mi boca,
mientras me susurrabas al oido;
"Para que luego digas,
que no te escribo versos"
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