Todo es posible en verano,
quitarse los zapatos,
pasear por la vida
comiendo helado
y saltar a la piscina
desde un trampolín
a tres metros de altura de la cordura.
Todo es posible en verano
porque el sol quema, calienta
y refrescarse a besos
y desnudarse,
es más sencillo que en el frío invierno.
Subir a un avión, cerrar los ojos
y abrirlos en Singapur
donde no entiendes
ni te entienden
y suspiras aliviada
por desprenderte de las palabras
y volver al gesto,
tan universal y prehistórico
como el dolor.
Pero luego está lo otro,
el despertar picoteada de mosquitos
que no sólo avivan el escozor
sino también la conciencia
un martes cualquiera
a las tres de la madrugada.
Sacar la ropa del año pasado
envuelta en recuerdos
y descubrir que no,
que ya no.
Todo es posible en verano,
todo,
menos lo que siempre,
fue imposible.
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