Álvaro Galán Castro (Málaga, 1979) es profesor del Departamento de Traducción de la Universidad de Málaga. Este es su séptimo libro publicado. Anteriormente ha obtenido los premios Salvador Rueda (Los frutos de la herida), Rafael de Cózar (Del pájaro que canta en los días aciagos) y Ricardo Molina (Ficciones familiares). Una brillante trayectoria literaria, dentro de su generación, entretejida de reflexión y riqueza expresiva. Y una búsqueda de equilibrio entre realidad vivida y verdad literaria.
«Plenitud y vacío tiene una cerrada estructura, casi arquitectónica, construida por tres partes que forman el círculo neurálgico del que bien pudiera ser un largo poema que se mueve entre el vértigo de la creación y el encerramiento espiritual que conduce a la nada y al vaciamiento casi físico del ser humano. La filosofía oriental está muy presente en estos versos en los que se hacen afirmaciones que nos acercan a la aniquilación del yo o a su transformación en una significativa interrogación: “¿No somos otra cosa que lenguaje?”. Realidad y experiencia casi religiosa que se aúnan en acertada síntesis en este libro de una atrevida originalidad y de una extrema sinceridad».
(José Infante)
LA JAULA DE FARADAY
No te regalan un reloj,
tú eres el regalado.
Julio Córtazar
La puerta de la casa está cerrada
igualmente por fuera y desde dentro.
Ya no sé si dejé la jaula abierta
o un cernícalo vino a mi terraza,
el caso es que el canario voló de entre mis manos.
Se fue como llegó, desde la nada.
Un domingo, con sol,
al volver con la niña de paseo,
escuché su aleteo nervioso y azorado
en el fusco anaquel del salón donde pongo
a cubrirse de polvo los libros orientales.
Se fue justo a posar en las piernas de un buda
de plástico barato.
La anilla de su pata delataba
—igual que en los tobillos del esclavo
las marcas encarnadas que dejan los grilletes—
su cruz de cimarrón arrepentido
por la sed, por el hambre, por el miedo.
Mayita se negó con fervor a soltarlo,
a darle su derecho a morir sobre el viento,
y yo cedí a su ruego y su promesa
de que lo iba a cuidar.
Así que lo siguiente fue comprarle una jaula.
Entonces ya no pude volver a echar la siesta
entre el uno de octubre y finales de junio
(en verano callaba —por sofoco, supongo—).
Podríamos haberlo bautizado
como Michael Faraday
por su eléctrica voz,
por el gran magnetismo de su timbre.
La verdad tal vez sea más prosaica:
le llamábamos Trini, brevemente,
aunque esto, bien mirado, no sea poco.
Ahora
la jaula está vacía, dejé su puerta abierta
como símbolo fácil, meridiano
de su liberación.
Y he sembrado una parte de su alpiste
en algunas macetas que tenía
olvidadas y yermas.
Acaricio mis manos vacías en la hierba.
Encuentro ese verdor acordonado
una burda intentona de quitarle
sus puertas a mi casa
como burdo es ponérselas al campo.
La otra parte la tiro por la borda
para dar de comer a los pájaros libres.
No sé tú, pero yo he vivido siempre
encerrado en mí mismo.
Hoy haría once años de casado
y hace cuatro firmé, por estas mismas fechas,
el divorcio,
bendito a fin de cuentas, aunque cueste
soltarse en un principio.
Pagué mi libertad a muy buen precio.
Doy gracias de estar solo en mis encierros.
Tan vital es dejar entrar al otro
como hacerlo salir cuando no quiera
quedarse en el hogar de tus pulmones,
mostrarle la salida amablemente,
no cerrarle la jaula de tu pecho
igualmente hacia dentro y hacia fuera.
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