Yo no sirvo para poner floreros
en la mesa ni coser dobladillos
porque ciertas reglas lo dicten,
no sé cocinar ni recordar
que a las dos cierra la panadería,
no sé estar atenta en una conversación
sobre lo que ha subido el agua,
tampoco hacer planes para echarle migas
a los patos del estanque los domingos.
Yo me fumo los días y escribo poemas,
no quiero relojes ajenos que me recuerden
que llego tarde a mi propia vida,
voy manteniendo el equilibrio
entre el arranque de ira y la paciencia
en el atasco que conduce al hastío
de ser adulta camino del trabajo.
A mí no me gusta madrugar
me gustan las madrugadas,
me dejo los paraguas en los bares,
me apunto al penúltimo whisky de la noche
mientras dejo fluir mis emociones
y a veces me quedo en punto muerto
en el momento más crítico.
Yo sé estar sola pero también
echar de menos que me recuerden
que se me olvidan las llaves.
No sé mantener la esperanza
ante la certeza de una puerta cerrada
ni sé retener a nadie a mi lado:
los rehenes no me gustan
ni los rompecorazones.
Algunos días mi cabeza es un globo de helio
enganchado en una nube
pero todos los días silbo canciones en el coche
manteniendo el tipo ante las imposturas
consciente del precio de la vida
siendo fundamentalmente mía
dentro de mi desastre.
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