jueves, 6 de febrero de 2020

Verónique Tadjo

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Si Europa desconoce el verbo africano es porque siempre ha preferido apretar la garganta ajena antes que sentarse a escuchar su canto. Siglos de genocidio y esclavitud mermaron la tradición oral de los pueblos del continente, que aun así fueron capaces de conservar un maravilloso acervo de relatos, mitos y refranes que florecen en su literatura a día de hoy. La poesía africana siempre ha recogido los ritmos de su pueblo, las palabras de sus ancestros, lo que el teórico Léopold Senghor definiría como un mundo «animado por las fuerzas invisibles que rigen el universo», a lo que añadiría también que «en el África negra, cualquier obra de arte es al mismo tiempo una operación mágica». Aunque la poesía africana escrita en el siglo XX mantiene y renueva esa tradición,  se trata, esencialmente, de una poesía de la angustia. Resulta imposible soslayar el desarraigo causado por el colonialismo. Todas y cada una de ellas han de enfrentarse no solo a la pobreza provocada por siglos de explotación o al desengaño de unos procesos de independencia que nunca trajeron la liberación prometida, sino a la terrible ironía que supone tener que escribir en la lengua del colonizador.
Esta no es la única contradicción que caracteriza a la poesía africana, ya que si bien, como hemos dicho, se trata de una poesía de la angustia, también es una poesía que se rebela contra esa misma angustia, contra la historia del continente, contra «el miedo, el complejo de inferioridad […], la desesperación, el servilismo», que proclamaría Aimé Césaire. Para las poetas africanas, por su condición de mujeres, la rebeldía acaba resultando doble. Escriben para destruir la losa de la historia, pero también para alzar la voz con furia y mostrar que no tienen miedo ni del fantasma del colonizador europeo ni de ese otro hombre, de carne y hueso, que pretende escribir el futuro de África sin ellas, una vez más.



Verónique Tadjo (1955), poeta costamarfileña, ha sido ganadora de numerosos premios literarios. Siempre comprometida con la causa panafricana, participó junto a otros poetas y novelistas africanos en el proyecto «Ruanda: escribir por el deber de la memoria», que en 1998 denunciaba el horrible genocidio que se estaba produciendo en dicho país, donde la población civil quedó vergonzosamente desasistida por la comunidad internacional. De esta experiencia que la marcó de por vida, surgió su libro L’Ombre d’Imana, un diario de viaje por la Ruanda del desastre. Aunque ha publicado apenas tres poemarios, todos ellos han sido alabados por la profundidad de sus meditaciones acerca de la soledad y de la muerte.



Las semillas de soledad

Las semillas de soledad crecen en mi cuerpo y un árbol de espinas
me hiere sin cesar
las semillas de soledad fecundan mi alma
con campos por desbrozar, con germinaciones interrumpidas
las semillas de soledad crecen más rápido que el tiempo…
las semillas de soledad se hunden mil leguas bajo tierra
y el viento murmura historias de soledad que
hablan de la brisa, del soplo del mar
del eco de las montañas y del ruido de la lluvia
cuando suavemente la tierra se pone a vomitar.


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